miércoles, 10 de junio de 2009

Entre 14 de mayo y 15 de agosto

“Entre febrero y marzo se comenzará a enrejar la plaza Italia, anunció ayer la intendenta de Asunción Evanhy de Gallegos. Esto evitará que manifestantes o vendedores informales se instalen en el espacio público causando destrozos.”

ABC COLOR, 28 de diciembre de 2008



Habitaba entonces el pasado, un pasado sin más musa que los pobres, los desprotegidos, los olvidados por Dios, los marginados por los hombres, los devorados por animales.

Habitaba el valle del Cauca, el Amazona de las miserias, la sin razón de una ciudad asediada por el hambre, por la sed, por los gritos de dolor y los partos clandestinos.

La cuidad me pedía una moneda a cada paso, camuflada en la piel de un niño. El hambre me pedía una moneda, pero escabulléndome me iba sin pagar.

Así transitaba yo, en un paso sin presente, en un futuro fragmentado por el dolor y la impotencia. Así iba yo, tomando fotos a mi paso, con nada más que mis ojos. Imágenes que no necesitaban intermediarios, tenían vida propia. Así fui callando mi dolor, deambulando entre la hojarasca que alfombraba las aceras.

Llueve y las imágenes se van desdibujando, el suelo las adsorbe pausadamente y es como si de repente la lluvia lo desfigurase todo.

Aquí todo está seco y la odiosa lluvia es sólo una publicidad subtitulada de una mercancía que nunca podrás comprar, sólo es ese recuerdo fastidioso de un tiempo mejor, de un tiempo que no es, de un tiempo que no se compra con monedas.

Las imágenes ahora húmedas, van llenándose de frío, de un frío que no estorba porque permite olvidar el hambre.

Las imágenes están mojadas, como mis manos, como mis pies, oxidadas por nubes de metales. Penetrante entra por los poros el aroma de jazmines herrumbrados.

Allí están ellos, detrás de los barrotes, herrumbrados de pesadumbre. Allí están, sin más grito que el silencio esperando que alguien los recuerde, que alguien los rescate de esta selva enjaulada. Mojados están hasta sus sueños, mojados están pero tienen sed. El agua no los limpia, los corroe.

Ellos me ven alejarme, yo miro sus miradas que desde tiempos remotos han abandonado la inocencia, los veo sumergirse en esa selva urbana. Siento al sol de enero desplegarse despreocupadamente tras la tormenta, percibo el estremecedor efluvio de sus sueños oxidados, expuestos al sol.

Pies descalzos, uñas en estado de descomposición, harapos mojados y desaliñados mechones dan una impresión macabra y espectral a sus cuerpos pueriles.

Imperturbable camina la multitud, disfrutando de la brisa veraniega. Ellos, allá adentro, hablan con palabras entrecortadas y se comunican con pequeños gestos. Cuando el sol termina su show y abre paso a la luna y su espectáculo para adultos, ellos comparten un cigarro que recibieron de algún alma caritativa que no tenía una moneda.

Así transcurre la vida, entre monedas y transeúntes. Así llega la noche, con una monotonía que no acaba. Ellos no hablan, murmuran, pues la noche los escucha, pues la luna los delata.

Cabizbajos y taciturnos inician un desplazamiento rumbo a la intimidad del sueño. Como en una danza maldita cada uno va a su banco, a su rincón. Pareciera como si tácitamente cada uno tuviera un recoveco asignado, un espacio propio en esa cárcel sin techo.

No hay nada más que contar, eso es todo, ellos son sólo imágenes vivas que se mueve lentamente en medio de rejas. Están ahí, desprotegidos, olvidados por Dios, marginados por los hombres, devorados por animales. Ellos, los niños que se quedaron enjaulados en la plaza.

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